Hoy se conmemoran 40 años de la publicación de El Silmarillion, aunque es una obra que comenzó desde 1914 y jamás se vio concluida. La labor de Christopher Tolkien como recopilador, editor e investigador desde 1977 con el Silmarillion y años posteriores con Cuentos Inconclusos y los 13 tomos de Historia de la Tierra Media nos dan idea de la magnitud de esta obra.
El siguiente fragmento son las conclusiones de Tom Shippey del capítulo 7 Visiones y Revisiones de su libro Camino a la Tierra Media.
El Silmarillion como un todo (y por tal entiendo también aquellas variantes de sus distintas partes impresas en los Cuentos Inconclusos) muestra dos de las grandes fuerzas de Tolkien. Una es la «inspiración»: era capaz de producir, desde algún escondido rincón de la memoria, imágenes, palabras, frases, escenas en sí mismas irresistiblemente convincentes: Lúthien observada por Beren por entre las cicutas, Húrin gritando a los acantilados, la muerte de Thingol en la oscuridad mientras mira a la Luz cautiva. La otra es la «invención»: tras la visión era capaz de meditar sobre ella durante décadas, sin alterarla, sino elaborando su sentido, incluyéndola en secuencias explicativas cada vez más extraordinarias. Así, el barco de Eärendil provoca un desastre, un rescate, una explicación de por qué el rescate ha tenido que ser demorado por tanto tiempo. Los procesos son exactamente los mismos que la creación de Bilbo Bolsón a partir de «En un agujero en el suelo vivía un hobbit (…)», y la expansión de su historia hasta la última explicación de holbytla, diecisiete años y 1500 páginas más tarde. Donde El Silmarillion se diferencia de las obras tempranas de Tolkien es en su negativa a aceptar la convención novelística. La mayoría de las novelas (incluyendo El Hobbit y El Señor de los Anillos) toman un personaje para ponerlo en primer plano, como Frodo y Bilbo, y entonces cuentan la historia de lo que le ocurre. El novelista está por supuesto inventando la historia, y de ese modo conserva la omnisciencia: puede explicar, o mostrar, lo que está pasando «realmente» y contrastarlo con la limitada percepción de su personaje, como hace Tolkien con Frodo cuando éste se lamenta de sus equivocadas decisiones en Las Dos Torres (hemos visto que los lamentos semejantes de Aragorn eran infundados), o como hace Joseph Conrad cuando su doctor Monygham le cuenta a Nostromo que si él tuviera el tesoro lo entregaría al enemigo (nosotros sabemos que Nostromo tiene el tesoro, pero se siente amargamente ofendido al ver que todos sus esfuerzos han sido en vano). Las novelas funcionan sobre una mezcla de suspense y conocimiento especial: hay en ellas, podría decirse, algo violentamente irreal. Frente a esto El Silmarillion intenta dejar a salvo algo mucho más cercano a la textura de la realidad, a saber, que el significado completo de los sucesos sólo puede percibirse retrospectivamente. Sus relatos están llenos de ironías que sólo se captan en una segunda lectura. «Las falsas esperanzas son más peligrosas que los temores», dice Sador en el Narn. Una vez que advertimos cómo Morwen arruinó su vida y la de su hijo por esperar a Húrin, comprendemos que Sador es, sin darse cuenta, un «adivino», y leemos todas sus observaciones con mucha mayor atención. En una primera lectura, empero, este extremo es imperceptible. Como lo son la mayoría de los momentos que llevan al desastre futuro, como que Aredhel se vuelva hacia el sur fuera de Gondolin, o la ignorancia de Finrod sobre los Enanos Mezquinos (S, p. 154). Las frases «ominosas» son bastante comunes: «Las espadas y consejos de los Noldor serán siempre de doble filo» (Melian, S, p. 173); o «No el primero» (Mandos, setenta páginas antes). Pero para conocer su significado inmediato hay que esperar, y su sentido completo con frecuencia depende de desenmarañar el libro completo. El Silmarillion no podría ser más que difícil de leer: discutiblemente está intentando decir algo sobre la relación entre los hechos y sus agentes que no podría ser dicho mediante la selectividad omnisciente de la novela ordinaria. Nada de esto, sin embargo, rechaza la puntualización casi profética de Frodo, sentado en «Las escaleras de Cirith Ungol», en Las Dos Torres. Sam Gamyi acaba de hacer un resumen de la historia de Beren y Lúthien, y dice que él y Frodo parecen estar en la misma historia: quizás algún niño hobbit en el futuro pedirá la historia de «Frodo y el Anillo». Sí, dice Frodo, y pedirá también a «Samsagaz el intrépido»: «¡Quiero oír más cosas de Sam, papá! ¿Por qué no ponen más de las cosas que decía en el cuento? Eso es lo que me gusta, me hace reír». Este fragmento de una embrionaria crítica literaria nos da una clave para El Silmarillion que todo él está en el nivel de la «alta mimesis» o «romance», sin lugar para los Gamyi. No sólo los niños Juzgan esto como un fallo. Hay una razón más para tal decisión en el hecho de que Tolkien estaba recomendando de modo bastante claro, en los relatos de El Silmarillion, virtudes a las que la mayoría de los modernos ni siquiera se atreven a aspirar: estoicismo, aplomo, piedad, fidelidad. En El Señor de los Anillos había, aprendido —mezclando héroes con hobbits— a presentarlos de manera relativamente poco provocativa. En El Silmarillion los sentimientos de antagonismo o duda son desencadenados con frecuencia de modo accidental, como cuando Fingon «se arriesgó en una empresa que es justamente recordada», o se nos dice lo mismo de «el Salto de Beren». «No nos lo digas; demuéstranoslo», es la réplica. «No nos impresiona tanto la escala como el esfuerzo, por Bilbo avanzando solo en la oscuridad.» Pero el debate entre los modelos de presentación antiguos y modernos, y entre las teorías antiguas y modernas sobre la virtud no necesita ser prolongado. En su madurez, desde las escenas finales de El Hobbit y casi durante todo El Señor de los Anillos, Tolkien fue capaz de mantener un equilibrio entre ellas. En sus años de juventud no lo había aprendido, y en sus últimos años fue incapaz de recuperarlo (especialmente porque recuperar aquel equilibrio habría significado lo que es con mucho uno de los trabaos más duros en el mundo literario, esto es, efectuar una revisión radical de algo que ya ha tomado una forma fija propia). Tolkien no resolvió el problema de la «profundidad», ni el de «novelar» el romance. Y en la ignorancia del primero, así como en la reflexión sobre el segundo, se mostró a sí mismo como alguien que no iba con su propia época, y se expuso aún más a la falta de simpatía y a una lectura descuidada. Su decisión de retomar los modelos del pasado no era, sin embargo, indefendible. Fue también su último y más audaz desafío a los practicantes de la «lit.».
Thomas Alan Shippey es un estudioso de la literatura medieval, incluida la Inglaterra anglosajona, y de los géneros de la fantasía y la ciencia ficción modernas, especialmente en la obra de JRR Tolkien, sobre quien ha escrito varios trabajos académicos. Se le considera uno de los principales estudiosos de la obra de Tolkien. Ha sido laureado por la Mythopoeic Society en dos ocasiones como ganador del Mythopoeic Scholarship Award a estudios sobre los Inklings