Continuamos con esta recopilación de los dragones de Tolkien (quizá los más conocidos). Estas criaturas fantásticas se caracterizan por su orgullo, inteligencia, poder e incluso maldad. No son solo bestias, sino que dialogan, juegan con tu mente, intimidan e incluso llegan a destruir tu alma con su mirada.
4. Crisófilax Dives
Quizá no sea el más poderoso ni el más temible, pero es un dragón con una gran personalidad. Su nombre significa Guardián del Oro en Griego y Rico en Latín. Es un culto y educado como un aristócrata europeo, arrogante, egoísta e incluso cobarde. Parecido al Sr Burns pero con escamas.
Su nombre era Crisófilax Dives, pues era de linaje antiguo e imperial, y muy rico. Era astuto, inquisitivo, ambicioso y bien armado, aunque no temerario en exceso. Pero en cualquier caso no sentía ningún temor de moscas e insectos, cualquiera que fuese su clase o tamaño, y tenía un hambre de muerte. De modo que un día de invierno, más o menos una semana antes de Navidad, Crisófilax desplegó sus alas y partió. Aterrizó con sigilo a media noche, justo en el corazón de los dominios de Augustus Bonifacius rex et basileus. En poco tiempo causó grandes daños: destrozó, quemó y devoró ovejas, reses y caballos. (...)
(...) Cuando levantó la cabeza, allí estaba el dragón, completamente despierto, mirándolo.
«Buenos días», dijo el dragón. «Parecéis sorprendido.»
«Buenos días», dijo Egidio. «Lo estoy.»
«Perdonad», dijo el dragón. Había alargado una suspicaz oreja cuando captó el tintineo de las anillas al caer Egidio. «Perdonad mi pregunta, pero ¿me buscáis a mí, por casualidad?»
«Ni mucho menos. ¡Quién iba a pensar en encontraros aquí!», replicó el granjero. «Sólo había salido a dar una vuelta.» Se arrastró a toda prisa fuera de la cuneta y se acercó a la yegua torda, que ya se encontraba sobre sus cuatro patas y mordisqueaba algunos yerbajos a la orilla del camino, aparentando una total indiferencia.
«Entonces ha sido una suerte que nos hayamos encontrado», dijo el dragón. «Es un placer. Ropas de fiesta, supongo. ¿La última moda, quizá?»
Egidio había perdido su sombrero de fieltro y la capa gris aparecía abierta; pero él la mostró con orgullo. «Sí», dijo. «El último grito; pero voy a buscar al perro. Andará tras los conejos, casi seguro.»
«Lo dudo», dijo Crisófilax relamiéndose los labios (señal en él de regodeo). «Creo que llegará a casa bastante antes que vos. Pero, por favor, proseguid vuestro viaje, maese... veamos..., me parece que no conozco vuestro nombre.»
«Ni yo el vuestro», dijo Egidio. «Lo dejaremos así.»
«Como queráis», dijo Crisófilax relamiéndose de nuevo y simulando cerrarlos ojos. Tenía un corazón malvado (como todos los dragones) y no muy valeroso (cosa también frecuente). Prefería una comida por la que no tuviese que luchar; pero después de su largo sueño se le había abierto el apetito. El párroco de Oakley había resultado correoso, y hacía años que no había probado un hombre rollizo. Decidió degustar ahora este plato fácil y sólo aguardaba a que el pobre tonto se descuidase.
3. Ancalagon
Esta bestia se encuentra en la cumbre de lo épico. La mayor catástrofe de la primera edad. Su tamaño era tal que al morir destruyó Thangorodrim. Fue un dragón alado y se enfrentó al ejercito de las águilas durante la guerra de la cólera y al final pereció por Earendil el marinero.
En este caso decidí tomar un fragmento de un Facfic publicado en la revista Estel de la Sociedad Tolkien Española, titulado Aiwe de Antonio Vazquez.
Así vieron desolados a bordo de la nave voladora cómo los uruloki frenaban su caída y pasaban sobre ellos, muy alto, persiguiendo a las águilas, que ya no podrían girar. Y una vez rebasados, se separaba del grupo el mayor de ellos, negro como el vacío del que surgió el mal, enorme como las montañas de Valinor. El demonio volador giró sobre sí mismo en el aire y desplegó sus alas para frenar casi en seco. Así cayó como una piedra, ganó de nuevo velocidad, y enderezó el rumbo cuando estaba al mismo nivel que Vingilot, rumbo a su costado. Entonces desarrolló toda la fuerza que su malignidad le permitía. El batir de sus membranas atronó como las olas de la primera tormenta del mundo y era tan rápido que los estallidos se fundían como un solo trueno. El ahusado cuerpo del gusano se alargaba, estirado como una aguja. El aire, incapaz de zafarse a tiempo de su ruta, se quejaba ensordecedoramente al ser atravesado. Abrió su boca. Su lengua negra, mayor que cualquier serpiente gigante, colgaba a un lado, y el rugido de desafío de Ancalagon fue más fuerte que todo otro sonido que haya habido en la tierra desde Lammoth, en otra Edad del Mundo.
Ancalagon caía sobre ellos.
El Marinero tomó una pesada lanza en sus manos y corrió a proa. Saltó al bauprés de la nave y caminó por el estrecho, redondo, resbaladizo madero, a la altura inmensurable en que volaban, desafiando al viento que hacía cabecear el navío y tironeaba de sus ropas. Llegó a la cesta, situada casi en punta del bauprés y apoyó la espalda en ella, usándola como ristre de la lanza.
—¡Mantén firmes el timón y la vista! No dejes de mirar el corazón de brea del monstruo y la nave irá sola tras tu voluntad. ¡Que el viento nos ampare! Triunfaremos, si es voluntad de Eru.
El grito de Eärendil se perdía en el batir de velas y cabos, pero la fuerza de su mirada y su voluntad se abrió camino hasta la popa, y Elwing tiró con tanta fuerza de la vara del timón que brotó sangre de sus dedos. Ella alzó los ojos, suplicó un viento propicio para acometer a Ancalagon, y le fue concedido. La brisa cambió, y quedaron de proa a la amenaza voladora. La lanza de Eärendil apuntó al monstruo negro.
Al desafío ensordecedor, respondió un desafío cegador, tan titánico como el anterior. El resplandor en la frente del marinero aumentó y aumentó, hasta hacer palidecer al Sol.
La dama blanca no podía ver más allá de ese brillo, en el que ahora no se distinguía ya la figura de su esposo. También quedó oculta a su vista la figura de Ancalagon, y de puntillas intentaba ver por encima del cegador Silmaril para poder dirigir la nave. No pudo, y asustada, gritó:
—¡Eärendil, he perdido el rumbo, no sé dónde está el dragón! Baja, baja, baja de ahí, amor, tu lanza será inútil. ¡No sé dónde está! ¡No sé dónde está!
La voz se quebraba en su garganta, luchando por llegar a oídos del Marinero, pero no encontró respuesta.
Ancalagon miraba fijamente el centro de la bola de luz que crecía y crecía sobre el bauprés. Un dolor persistente aumentaba, le atenazaba desde los ojos y se extendía por todo su cuerpo a través de su espinazo dentado. Tuvo que recurrir a toda su maligna voluntad, a su avaricia y su soberbia para no rendirse. Y ordenó a sus alas un último y feroz salto en el aire con el que llegar hasta Vingilot cuando el dolor empezaba a paralizarle los miembros. De sus ojos afilados brotó sangre, y sin embargo era incapaz de apartar la mirada del objeto que deseaba. Sus ojos se secaron entonces y perdieron el color. Aun así demostró una voluntad superior a toda medida, estiró el cuello y abrió las fauces dispuesto a devorar a ciegas.
Entonces Elwing volvió a ver la negrura del dragón, que se desviaba ligeramente hacia la quilla, y con un brusco movimiento del timón bajó la proa de Vingilot. Por ello las fauces del monstruo se cerraron por encima de la cabeza luminosa, sin desgarrar más que el aire. El bauprés se apoyó en el pecho acorazado, pero el palo se astilló contra las escamas como la brisa contra las murallas de piedra. El cuerpo negro avanzó incólume hasta la punta de la lanza enristrada en la cesta del bauprés. Y la punta de acero de las fraguas Vanyar abrió la piel y la carne, y la fuerza del choque la empujó hasta que la vara al completo desapareció en el rey dragón. Por la herida humeante penetró la Luz de los Árboles de Valinor en la bestia alada, y Ancalagon aulló en agonía.
Cuando el madero de proa se deshizo, Eärendil había perdido el único apoyo de sus pies, y se sujetaba a la lanza clavada, pero al desaparecer ésta en la herida mortal cayó al vacío, dando vueltas en el espacio como una estrella desprendida del firmamento. Desapareció de la vista de Elwing en la mortal nube asfixiante, y nadie pudo salvarlo.
La nave picaba de proa por el peso abrumador de Ancalagon, que se debatía en espasmos incontrolados, aferrado a la astillada tablazón frontal. Caían en espiral hacia la capa de nubes. Elwing intentaba desesperadamente enderezarla, pero se estrelló en un impacto destructor contra la mayor de las torres de Thangorodrim.
La piedra negra se estremeció bajo la fuerza del demoledor choque. Se inclinó. Se resquebrajó. Y, finalmente, se desplomó sobre sí misma envuelta en llamas.
2. Smaug
Todos conocemos a Smaug el Dorado. La más grande de las calamidades de la tercera edad. Es parecido a Crisofilax en cuanto a parecer un aristócrata, astuto y malevolo como Glaurung y poderoso como el gran Ancalagon... bueno, quizá no tanto, pero realmente era poderoso y además era muy inteligente; realmente puso en aprietos a Bilbo haciéndolo dudar de sus amigos, de su aventura y de todo en lo que creía.
—¡Bien, ladrón! Te huelo y te siento. Oigo cómo respiras. ¡Vamos! ¡Sírvete de nuevo, hay mucho y de sobra! Pero Bilbo no era tan ignorante en materia de dragones como para acercarse, y si Smaug esperaba conseguirlo con tanta facilidad, quedó decepcionado.
—¡No, gracias, oh Smaug el Tremendo! —replicó el hobbit—. No vine a buscar presentes. Sólo deseaba echarte un vistazo y ver si eras tan grande como en los cuentos. Yo no lo creía.
—¿Lo crees ahora? —dijo el dragón un tanto halagado, pero escéptico.
—En verdad canciones y relatos quedan del todo cortos frente a la realidad, ¡oh, Smaug, la Más importante, la Más Grande de las Calamidades! —replicó Bilbo.
—Tienes buenos modales para un ladrón y un mentiroso —dijo el dragón—. Pareces familiarizado con mi nombre, pero no creo haberte olido antes. ¿Quién eres y de dónde vienes, si puedo preguntar? —¡Puedes, ya lo creo! Vengo de debajo de la colina, y por debajo de las colinas y sobre las colinas me condujeron los senderos. Y por el aire. Yo soy el que camina sin ser visto.
—Eso puedo creerlo —dijo Smaug—, pero no me parece que te llamen así comúnmente. —Yo soy el descubre-indicios, el corta-telarañas, la mosca de aguijón. Fui elegido por el número de la suerte.
—¡Hermosos títulos! —se mofó el dragón—. Pero los números de la suerte no siempre la traen.
—Yo soy el que entierra a sus amigos vivos, y los ahoga y los saca vivos otra vez de las aguas. Yo vengo de una bolsa cerrada, pero no he estado dentro de ninguna bolsa.
—Estos últimos ya no me suenan tan verosímiles —se burló Smaug.
—Yo soy el amigo de los osos y el invitado de las águilas. Yo soy el Ganador del Anillo y el Porta Fortuna; y yo soy el jinete del Barril —prosiguió Bilbo comenzando a entusiasmarse con sus acertijos.
—¡Eso está mejor! —dijo Smaug—. ¡Pero no dejes que tu imaginación se desboque junto contigo!
—¡Muy bien, oh jinete del Barril! —dijo en voz alta—. Tal vez tu poney se llamaba Barril, y tal vez no, aunque era bastante grueso. Puedes caminar sin que te vean, mas no caminaste todo el camino. Permíteme decirte que anoche me comí seis poneys, y que pronto atraparé y me comeré a todos los demás. A cambio de esa excelente comida, te daré un pequeño consejo, sólo por tu bien: ¡No hagas más tratos con enanos mientras puedas evitarlo!
—¡Enanos! —dijo Bilbo fingiendo sorpresa.
—¡No me hables! —dijo Smaug—. Conozco el olor (y el sabor) de los enanos mejor que nadie. ¡No me digas que me puedo comer un poney cabalgado por un enano y no darme cuenta! Irás de mal en peor con semejantes amigos, Ladrón jinete del Barril. No me importa si vuelves y se lo dices a todos ellos de mi parte. Pero no le dijo a Bilbo que había un olor desconcertante que no alcanzaba a reconocer, el olor de hobbit.
—Supongo que conseguiste un buen precio por aquella copa anoche, ¿no? —continuó—. Vamos, ¿lo conseguiste? ¡Nada de nada! Bien, así son ellos. Y supongo que se quedaron afuera escondidos, y que tu tarea es hacer los trabajos peligrosos y llevarte lo que puedas mientras yo no miro… y todo para ellos. ¿Y tendrás una parte equitativa? ¡No lo creas! Considérate afortunado si sales con vida.
Bilbo empezaba ahora a sentirse realmente incómodo. Cada vez que el ojo errante de Smaug, que lo buscaba en las sombras, relampagueaba atravesándolo, se estremecía de pies a cabeza, y sentía el inexplicable deseo de echar a correr y mostrarse tal cual era, y decir toda la verdad a Smaug. En realidad corría el grave peligro de caer bajo el hechizo del dragón. Pero juntó coraje, y habló otra vez.
—No lo sabes todo, oh Smaug el Poderoso —dijo—. No sólo el oro nos trajo aquí.
—¡Ja, ja! Admites el «nos» —rio Smaug—. ¿Por qué no dices «nos los catorce» y asunto concluido, señor Número de la Suerte? Me complace oír que tenías otros asuntos aquí, además de mi oro. En ese caso, quizá no pierdas del todo el tiempo. »No sé si pensaste que aunque pudieses robar el oro poco a poco, en unos cien años o algo así, no podrías llevarlo muy lejos. Y que no te sería de mucha utilidad en la ladera de la montaña. Ni de mucha utilidad en el bosque. ¡Bendita sea! ¿Nunca has pensado en el botín? Una catorceava parte, o algo parecido, fueron los términos, ¿eh? ¿Pero qué hay acerca de la entrega? ¿Qué acerca del acarreo? ¿Qué acerca de guardias armados y peajes? —y Smaug rio con fuerza. Tenía un corazón astuto y malvado, y sabía que estas conjeturas no iban mal encaminadas, aunque sospechaba que los Hombres del Lago estaban detrás de todos los planes, y que la mayor parte del botín iría a parar a la ciudad junto a la ribera, que cuando él era joven se había llamado Esgaroth. Apenas me creeréis, pero el pobre Bilbo estaba de veras muy desconcertado. Hasta entonces todos sus pensamientos y energías se habían concentrado en alcanzar la Montaña y encontrar la puerta. Nunca se había molestado en preguntarse cómo trasladarían el tesoro, y menos cómo llevaría la parte que pudiera corresponderle por todo el camino de vuelta a Bolsón Cerrado, bajo la Colina. Una fea sospecha se le apareció ahora en la mente: ¿habían olvidado los enanos también este punto importante, o habían estado riéndose de él con disimulo todo el tiempo? La charla de un dragón causa este efecto en la gente de poca experiencia. Bilbo, desde luego, no tenía que haber bajado la guardia; pero la personalidad de Smaug era en verdad irresistible.
—Puedo asegurarte —le dijo, tratando de mantenerse firme y leal a sus amigos— que el oro fue sólo una ocurrencia tardía. Vinimos sobre la colina y bajo la colina, en la ola y en el viento, por venganza. Seguro que entiendes, oh Smaug el acaudalado invalorable, que con tu éxito te has ganado encarnizados enemigos. Entonces sí que Smaug rio de veras: un devastador sonido que arrojó a Bilbo al suelo, mientras allá arriba en el túnel los enanos se acurrucaron agrupándose y se imaginaron que el hobbit había tenido un súbito y desagradable fin.
—¡Venganza! —bufó, y la luz de sus ojos iluminó el salón desde el suelo hasta el techo como un relámpago escarlata—. ¡Venganza! El Rey bajo la Montaña ha muerto, ¿y dónde están los descendientes que se atrevan a buscar venganza? Girion, Señor de Valle, ha muerto, y yo me he comido a su gente como un lobo entre ovejas, ¿y dónde están los hijos de sus hijos que se atrevan a acercarse? Yo mato donde quiero y nadie se atreve a resistir. Yo derribé a los guerreros de antaño y hoy no hay nadie en el mundo como yo. Entonces era joven y tierno. ¡Ahora soy viejo y fuerte, fuerte, fuerte, Ladrón de las Sombras! —gritó, relamiéndose—. ¡Mi armadura es como diez escudos, mis dientes son espadas, mis garras lanzas, mi cola un rayo, mis alas un huracán, y mi aliento muerte.
1. Glaurung
Finalmente, nuestro primer lugar es para Glaurung, el padre de los dragones. Comandante de las huestes de Melkor y verdugo de sus enemigos. Astuto y terrible. El Gran enemigo de Turin Turambar y quien guío su camino a su cruel destino. Su encuentro en Nargothrond es muestra de esto.
—Salve, hijo de Húrin. ¡Feliz encuentro!
Túrin avanzó sobre él de un salto, y había fuego en sus ojos, y los filos de Gurthang brillaban como llamas. Pero Glaurung paró el golpe, y abrió mucho sus ojos hipnotizadores, fijando la vista en Túrin. Sin temor,Túrin le sostuvo la mirada mientras alzaba la espada, pero en seguida cayó bajo el terrible hechizo del dragón y se detuvo como si se hubiera convertido en piedra. Durante largo rato permanecieron así inmóviles y silenciosos ante las Puertas de Felagund. Entonces Glaurung habló otra vez, burlándose de Túrin.
—Malas han sido todas tus acciones, hijo de Húrin —dijo—. Hijo adoptivo desagradecido, proscrito, asesino de tu amigo, ladrón de amor, usurpador de Nargothrond, capitán imprudente y desertor de los tuyos. Como esclavas viven tu madre y tu hermana en Dorlómin, sufriendo miseria y necesidades, vestidas con harapos, mientras tú llevas las galas de un príncipe. Penan por ti, pero a ti eso no te importa.Tu padre estará muy contento cuando se entere de que tiene semejante hijo: y se enterará.
Y Túrin, bajo el hechizo de Glaurung, oyó sus palabras, y se vio como en un espejo deformado por la malicia, y aborreció lo que veía.
Y mientras los ojos de Glaurung inmovilizaban su mente atormentada y no podía moverse, a una señal del Dragón los Orcos se llevaron el grupo de las cautivas, que pasaron junto a Túrin y cruzaron el puente. Entre ellas estaba Finduilas, que tendió los brazos hacia Túrin y lo llamó por su nombre. Pero Glaurung no lo dejó libre hasta que los gritos y lamentos de las mujeres se perdieron por el camino del norte; pero Túrin no pudo dejar de oír esas voces que lo perseguirían ya para siempre.
De pronto, Glaurung apartó la mirada y esperó; y Túrin se movió lentamente, como quien despierta de un sueño espantoso. Pero entonces volvió en sí con un fuerte grito y saltó sobre el Dragón. Glaurung, sin embargo, se rió, diciendo: —Si quieres morir, de buen grado te mataré. Pero poco les servirá eso a Morwen y Niénor. Hiciste caso omiso de los gritos de la mujer Elfa, ¿negarás también los vínculos de la sangre?
Pero Túrin, desenvainando la espada, lanzó un golpe contra sus ojos, aunque Glaurung retrocedió con rapidez y se alzó sobre él como una torre, diciendo:
—Al menos eres valiente. Más que cualquiera con quien me haya topado.Y mienten quienes dicen que nosotros no honramos el valor de los enemigos. ¡Mira! Te ofrezco la libertad. Ve con los tuyos si puedes. ¡Ve! Y si queda Elfo u Hombre para contar la historia de estos días, sin duda hablarán de ti con desprecio si desdeñas este regalo.
Entonces Túrin, todavía aturdido por los ojos del Dragón, como si tratara con un enemigo capaz de tener piedad, creyó en las palabras de Glaurung y, volviéndose se precipitó a la carrera por el puente. Pero mientras se iba, Glaurung dijo tras él con fiera voz:
-¡Ve de prisa a Dor-lómin, hijo de Húrin! O quizá los Orcos lleguen antes que tú otra vez.Y si te demoras por causa de Finduilas, nunca volverás a ver a Morwen o Niénor,y ellas te maldecirán.
Sin embargo,Túrin se alejó por el camino del norte, y Glaurung rió una vez más, porque había cumplido la misión que le encomendara su Amo. Entonces atendió a su propio placer, y echando su llamarada lo quemó todo. Puso en fuga a todos los Orcos que continuaban el saqueo, los expulsó de allí y les negó hasta el último objeto de valor. Luego destruyó el puente y lo arrojó a la espuma del Narog. Una vez estuvo de ese modo seguro, buscó todo el tesoro y las riquezas de Felagund y las amontonó, luego se tendió sobre ellas en el recinto más recóndito y descansó por un tiempo.